Prefacio


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No es el mito el que se convierte en una especie de historia sino la propia historia la que es una especie de mito.

Ali Ahmad Said Esber
Poeta y ensayista sirio.






PREFACIO 



Vilhem Moritz tenía 77 años cuando de un pequeño agujero en su sótano brotó sangre.

Había pasado al tratar de colgar una bicicleta en un muro. Sólo le faltaba un clavo de los tres que pensaba colocar cuando del orificio escurrió con fluidez el goteo sanguinolento que lo dejó atónito.

Al principio el misterio sorprendió más al anciano de lo que le asustó. Aquello tenía pinta de ser uno de esos milagros cristianos donde las estatuas lloraban sangre, pero el señor Vilhem Moritz era ateo y de inmediato desechó esa posibilidad.

Tomó el cincel de su caja de herramientas y comenzó a abrir, con la ayuda del martillo, un agujero más grande hasta que hizo un boquete en la pared en el que descubrió, para su sorpresa, lo que parecía parte de un animal muerto.

No se explicaba en qué momento el pobre podría haber quedado atrapado en los cimientos de una casa con mas de cincuenta años de antigüedad que jamás había remodelado; pero le pareció tan intrigante, que su naturaleza de por sí aventurera y curiosa le instó a sacar al animal por completo a pesar de la repulsión que le causaba haber descubierto una pelambrera negra de la que rezumaban gotones de sangre.

Entonces Vilhem Moritz cayó en cuenta de que se trataba de sangre fresca y armándose de valor rozó con la punta de los dedos los restos del desafortunado animal.

El pelaje le pareció sedoso al tacto a pesar del cemento que lo había cubierto por quien sabe cuánto tiempo y aunque tenía una fina capa de polvo seguía poseyendo el brillo lustroso de la vida. Un detalle inusual que además explicaría la ausencia del característico olor dulzón y agrio de la muerte.

Nuevamente se atrevió a tocarlo, ésta vez posando con firmeza los dedos, y notó una inusual calidez emanar del cuerpo.

¡Aquello estaba vivo!

O había muerto hace poco. No tenía idea.

Sólo tomó el cincel y continúo martillando con ganas hasta que una hora después el escaso cabello que aún le quedaba en la nuca se le puso de punta.

Lo que yacía emparedado en su casa, era un grueso antebrazo humanoide cubierto de pelo negro azulado con la mano aún aprisionada en la profundidad del concreto.

En éste punto el viejo ya no sabía si seguir escarbando o llamar a alguien que supiera qué debía hacer con ese macabro descubrimiento. Pero su curiosidad pudo más que su nerviosismo. Continuó escarbando hasta que del agujero surgió la enorme mano con piel oscura y gruesa y largos dedos terminados en garras agudas que se obstinaban en sujetar algo parecido a una piedra demasiado lisa y de color marrón claro.

Vilhem Moritz estaba tan sorprendido por lo que había encontrado que sin importarle el antiestético agujero que le había hecho a su muro continuo picando la pared cuidando de no dañar lo que fuese que aferraba la mano.

Aunque a veces se lamentaba que sus hijos casi no lo visitaban, en ese momento se sintió afortunado de vivir sólo pues nadie pudo escuchar el grito que pegó cuando el brazo repentinamente se soltó dándole un susto de muerte. Menos mal que era un hombre de buena madera o la próxima vez que hubieran ido a verlo sus hijos habrían encontrado a tres cadáveres en el sótano.

Asustado, el anciano se acercó lentamente a inspeccionar y descubrió que a lo que se había aferrado la mano por quien sabe cuanto tiempo, era un cráneo humano con los colmillos más largos que jamás había visto.

El viejo estaba tan atonito que tardó un momento en reaccionar a lo que eran los dos descubrimitos más importantes del siglo y era su obligación no postergarlos más. Subió las escaleras tan rápido como pudo y telefoneó a su amigo Bertram Zumpt, editor en jefe de un reconocido periódico local, para que enviara a alguien a cubrir el acontecimiento.

Pero ese alguien nunca llegó.

En su lugar un par de hombres altos con aspecto de gangters pero acento eslavo, llegaron a la puerta del señor Vilhem Moritz diciendole que venían a ver el hallazgo. Al viejo le causaron cierto recelo en cuanto los vio que sintió el impulso de no permitirles entrar pero sus alarmas ineternas le susurraron que no se insterpusiera y les dejó entrar.

Cuando ellos entraron, el señor Vilhem Moritz jamás volvió a salir de su casa.


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